lunes, 17 de enero de 2011

Carta austral


Chile vive días de vino y rosas. Ni las periódicas protestas mapuches, ni las corruptelas administrativas que han empañado el gobierno de la Concertación, ni las vicisitudes judiciales de un dictador extraviado en su laberinto de soledad han alterado apenas la autoestima desbordante que refleja la Encuesta Bicentenario, realizada como preparación de la efeméride de 2010 y difundida recientemente por El Mercurio. Tres de cada cuatro chilenos consideran el suyo “el mejor país para vivir en América Latina”, según la encuesta publicada por el diario de Santiago, donde también se destaca España como el país más admirado, por delante de Estados Unidos: percepción que se produce en paralelo a la presencia española en sectores clave de la economía chilena —Endesa controla el 50% de la generación eléctrica, Movistar tiene el 47% de los teléfonos móviles, Santander y BBVA suponen más del 30% de la banca, Agbar reúne el 35% de los clientes del sector a través de Aguas Andinas, y Sacyr, Cintra, OHL o ACS son protagonistas en el área de infraestructuras, que incluye desde aeropuertos hasta autopistas—, una circunstancia que en otros países latinoamericanos ha generado más resentimiento que aprecio.
En este caso, la admiración es en buena medida mutua, y el diagnóstico publicado en estas páginas por Alain Touraine —“Chile como modelo”— es compartido por la mayoría de los líderes políticos y empresariales en España, donde tanto Michelle Bachelet como su mentor Ricardo Lagos son elogiados por su empeño en hacer compatible el crecimiento económico con la justicia social, e igualmente por su lucidez al saber combinar el homenaje a las víctimas de la dictadura con la búsqueda del consenso y la reconciliación nacional. Este último objetivo se materializa simbólicamente en el Palacio de la Moneda —el gran edificio clasicista barroco cuya construcción en el siglo XVIII por Joaquín Toesca fue novelada por Jorge Edwards en El sueño de la historia, y cuyo bombardeo el 11 de septiembre de 1973 devino el emblema trágico del golpe del general Augusto Pinochet contra el gobierno de Salvador Allende—, la sede presidencial que Lagos ha querido exorcizar de sus demonios con un gran centro cultural excavado a sus pies, bajo la plaza ceremonial que se extiende frente al palacio: un colosal volumen iluminado cenitalmente y flanqueado por rampas —proyectado por el arquitecto Cristián Undurraga—, que ha representado al país en la última Bienal de Venecia, y que ha acogido también la exposición y las conferencias de la propia Bienal de Arquitectura chilena.
La selección de proyectos de la exposición constituye un retrato verosímil del actual momento de la sociedad chilena, cuyo auge económico está impulsado por un protagonismo de la iniciativa privada que deja escaso espacio a la promoción estatal, a diferencia de lo que sucede en tantos países europeos, donde la mayor parte de la arquitectura destacada tiene clientes públicos; aquí son contados los proyectos de esa naturaleza, y realizaciones tan formidables como las viviendas sociales Elemental en Iquique, impulsadas por Alejandro Aravena, o tan depuradas como el edificio de servicios públicos en Concepción, diseñado por Smiljan Radic, son más la excepción que la regla. El grueso de la muestra lo forman casas para clientes acomodados —entre las cuales la extraordinaria casa Poli, un prisma neoplástico proyectado por los jóvenes Mauricio Pezo y Sofía von Ellrichshausen sobre un acantilado vertiginoso—, universidades privadas como la Diego Portales de Mathias Klotz o la Adolfo Ibáñez de José Cruz, sedes corporativas, la inevitable bodega y el no menos inevitable hotel exótico, en este caso el apropiadamente denominado Remota, de Germán del Sol.
Con una nutrida representación española —que culminó con la intervención estelar de Rafael Moneo en la jornada de clausura—, el ciclo de conferencias y debates promovidos por la Bienal mostró tanto el orgullo de los chilenos en sus propios logros como la curiosidad cosmopolita por lo que se realiza fuera, configurando un paisaje profesional cuya proximidad intelectual y estética a Europa o Estados Unidos contrasta con su lejanía geográfica de esos dos escenarios. El Chile mítico de Neruda sigue existiendo en el territorio inabarcable y en el culto emocionado de los que peregrinan a su casa de Isla Negra —donde reposa en el jardín, frente al océano y junto a sus mascarones devocionales— como quien acude a un santuario nacional y poético. Pero la belleza topográfica y desvencijada de Valparaíso se rehabilita ya con el dinero de la nueva prosperidad chilena, las rentas minerales se complementan con el esplendor vegetal de los cultivos que se exportan, y los valles tibios que se desprenden de la cordillera albergan viñedos de geometría impecable. Allí, las hileras de cepas se rematan con rosales para facilitar la detección temprana de las plagas, y es posible que ese encuentro inesperado del vino y de la rosa sea una buena metáfora del momento aromático y eufórico que vive el país austral. Collige, Chile, rosas.

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